Como ya es su costumbre, mi hija suelta a veces verdades rotundas, como templos. Sigue sorprendiendo que una niña de 8 años haga semejante reflexión, pero es Xiao, y las hace.
Cuando me dijo esto hace un par de noches sentí una mezcla de alivio y dolor. Fue como un puñetazo en la boca del estómago. Las verdades, aún sabidas y reconocidas, no dejan de ser dolorosas cuando otro te las dice en voz alta. Aunque con ese dolor llegue una sensación reconfortante de alivio.
Muchas veces he pensado en lo antinatural de la adopción, en lo ilógico del abandono y todo lo que ello conlleva y depara a un niño. Y en papel que yo, como madre adoptiva, juego en esta "comedia".
Soy su madre? Sí, rotundo. Es mi hija? Sí, con la misma rotundidad. Pero.... hay un pero. Existe un trozo, un pedazo fundamental, de la vida emocional que tenemos como madre-hija que nunca voy a llenar como madre ni ella llenará como hija. Es un pedazo en el que yo no soy madre y ella sí es hija. Es un vacio que ninguna de las dos podemos llenar, ni solas ni como equipo, un vacio que no sería sano querer llenar, porque sería falso y artificial.
Alivia saber que las dos somos capaces de reconocerlo, en nosotras mismas y en la otra. Cuando mi hija me dice que antes de mi hubo otra madre, que no puedo ser esa madre, ni nunca lo seré, además de una bocanada de dolor, siento alivio. Dolor por una realidad que deja un vacio, como madre, que sé que nunca llenaré, y alivio porque sentimos igual, porque podemos decirnos que tenemos ese vacio , que duele.
Ninguna de las dos hemos apartado ese lugar vacio que tenemos. Construimos a su alrededor, respetándolo, casi diría que cuidándolo, aceptandolo. No es el protagonista, pero es a partir de él desde donde podemos construir. Sin ese vacio no estaríamos donde estamos.